En las últimas décadas, el uso del termino 'paisaje' ha sufrido tal inflacción que hoy se hace difícil saber qué queremos decir con él. En su deriva expansiva, ha arrastrado además a otros términos relacionados -paraje, lugar, país, espacio, ambiente, entorno...- con los que ha llegado a solaparse provocando un problema de indefinición que parece meramente filológico pero que, sin embargo, afecta a la conceptuación de nuestra ya de por sí tensa relación con el territorio. Por ello consideramos pertinente abrir un espacio para clarificar las relaciones entre arte, paisaje y territorio.
Caspar D. Friedrich, Monje frente al mar (1808–10)
La ilustración entronizó la capacidad de la razón para someter la naturaleza a la medida del hombre. Su programa se expandió por la Europa del Antiguo Régimen a lomos de la caballería napoleónica, lo que provocó el rechazo de los pueblos agredidos. En Alemania, este rechazó cuajó en una poderosa filosofía romántica que, hecha fuerte en el ámbito de la estética, se convirtió en abanderada del rechazo al racionalismo moderno. Este cuadro de Friedrich bien podría considerarse la traducción pictórica de esa sensibilidad. El hombre –de un tamaño patético y, no por casualidad, un monje- devuelve el protagonismo cobrado en el humanismo a una naturaleza sublime que desborda su perspectiva al no poder ser sometida a las categorías de la razón (y de su instrumento en el ámbito de las artes, el dibujo). Un individuo ridículo aparece anonadado frente a la inmensidad de una superficie nebulosa que, al no poder representarse mediante el dibujo, se traduce en una masa abstracta de materia y color. No puede dominarla intelectualmente, se limita a contemplarla, no la puede traducir al orden del significado, se limita a dejarla ser. El firmamento alude a todo lo que queda más allá del escueto suelo firme que pisamos (y concebimos), el mar, materia informe donde las haya, hace referencia a la navigatio vitae: el viaje a la busca de uno mismo por un terreno informe y neblinoso en el que no hay más caminos que las eventuales estelas que dejan los que, venciendo el talante acomodaticio y timorato de la burguesía, ceden a la atracción del abismo, al riesgo de abrirse a aquello que se haya más allá de la conciencia.
El artista es ese héroe místico, el favorito de la naturaleza que, emulando al Cristo, se arriesga a la alienación, la incomprensión e incluso la locura para salvarnos del pecado original que nos expulsó del paraíso contemplativo: nuestra obsesión por conocer, por traducir todo lo que es al orden del significado, del lenguaje, que impide la reconciliación de lo finito y lo infinito más acá de la muerte. El cuadro adopta una posición límite entre el más acá, estrecho y racional, de los mezquinos intereses y perspectivas humanos y una sugestiva apertura al sublime más allá capaz de disolver los muros mentales que nos encierran.
Este cuadro asienta esos elementos básicos de la gramática pictórica: la diferencia entre cifrar la atención en el delante (la dimensión mundana) o el detrás del cuadro (la dimensión trascendente), la diferencia entre privilegiar el dibujo y el relato (el logos) o la materia y el color.
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