En nuestra época la división marxista entre estructura y superestructura resulta inoperante: no es sólo que el motor de la economía sea la cultura (turismo, moda, imagen, comunicación, ocio…) o que la cultura se haya mercantilizado (la representación y el reconocimiento dependen de los valores cuantitativos de la sociedad de consumo), sino que los problemas estructurales son de índole cultural. Los obvios (integración y articulación social, redefinición de los conceptos de bienestar y ciudadanía, crisis de valores…) y los no tan obvios.
Los flujos migratorios son expresión de una lacerante desigualdad que no se puede solventar únicamente con ayuda al desarrollo: el acercamiento del continente africano a niveles no ya norteamericanos sino simplemente canarios exigiría más recursos de los que dispone el planeta. En conclusión: o legitimamos un diferencial a todas luces injusto o trabajamos el problema en dos frentes: el crecimiento de los países subdesarrollados y el decrecimiento de los desarrollados. Como llevamos siglos identificando mecánicamente crecimiento y bienestar (a pesar de que hace décadas que el deterioro ambiental –incluyo el ecosistema sociolaboral- hace indefendible el imaginario economicista de que más es mejor) la sola mención del decrecimiento causa pavor en unos ciudadanos que no encuentran otra forma de respetarse a sí mismos y cifrar su bienestar que el consumo suntuario. Y ahí es donde tanto el problema como la solución adquieren dimensiones culturales.
La obesidad no se combate desarrollando inhibidores de la acumulación de grasas, ni las enfermedades coronarias mejorando las técnicas de by-pass, ni los accidentes de tráfico con cinturones con pretensores y frenos ‘abs’, sino caminando más y cogiendo poco un coche mucho menos potente. Una solución sencilla que, al mismo tiempo, evita el cambio climático, el consumo de energías no renovables, la proliferación de infraestructuras, el alejamiento de los productores y los consumidores, la economía de escala, la separación de productores y consumidores, la zonificación urbana, el consumo de territorio, la ansiedad… El ‘desarrollo sostenible’ nos hace soñar con soluciones tecnológicas a problemas culturales para sostener lo único que de verdad le importa: el desarrollo. Por su parte, el desarrollo de la sostenibilidad exige un decrecimiento que sólo puede lograrse –evitando la catástrofe- mediante acciones culturales sobre el imaginario ciudadano que desarrollen una economía relacional no basada en la producción de bienes de consumo. En cualquier caso parece indiscutible que el debate actual no puede plantearse en términos de crecimiento sino de límites al mismo, ya sean sociales, económicos, geográficos, éticos o estéticos. De igual modo, el desarrollo intelectual tiene hoy más que ver con la reducción y la articulación (la cartografía y la orientación) que con la extensión y la proliferación.
En las últimas décadas, el uso del termino 'paisaje' ha sufrido tal inflacción que hoy se hace difícil saber qué queremos decir con él. En su deriva expansiva, ha arrastrado además a otros términos relacionados -paraje, lugar, país, espacio, ambiente, entorno...- con los que ha llegado a solaparse provocando un problema de indefinición que parece meramente filológico pero que, sin embargo, afecta a la conceptuación de nuestra ya de por sí tensa relación con el territorio. Por ello consideramos pertinente abrir un espacio para clarificar las relaciones entre arte, paisaje y territorio.
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