Designa lo que de un ente pertenece igual a sí mismo (en el tiempo, el espacio o determinadas condiciones). Como “lógicamente” sólo se puede conocer lo que es igual a sí mismo, desde sus orígenes el pensamiento occidental se consagró a pensar la sustancia, es decir, a identificar lo que permanece: su objeto es lo idéntico, lo que las cosas -que no son (estables)- en realidad son, pues sólo de las cosas que son (estables) se puede tener conocimiento –epistēmē–, del resto sólo cabe tener mera opinión –dóxa–. La identidad es el atributo del Ser y la Naturaleza de las cosas, es decir, la preocupación fundamental del ser humano. Pero de esa identidad tenemos inicialmente un solo dato: es diferente a la multiplicidad devenida, no es lo que vemos sino otra cosa.
De todo lo que es, sólo merece atención lo esencial, lo que tiene identidad. Nada tiene de particular que, si esta es la mentalidad que reposa en el mismísimo origen de nuestra tradición intelectual, la identidad se convierta forzosa y forzadamente en la máxima aspiración individual o colectiva, en la condición sine qua non para ser verdaderamente y, sobre todo, para ser objeto de consideración, es decir, para ser (re)conocido. Una identidad que sólo se puede conseguir retornado a la esencia: a la postre no se discute si se es o no se es (por ejemplo, canario), sino que se asume de entrada que no se es (por ejemplo, canario), por una especie de pecado original de existencia (naturalmente decaída), y que se debe uno a sí mismo el esfuerzo de ser (por ejemplo, canario), es decir, de convertirse en copia (y no simulacro) de un atributo que, en realidad, sólo es una abstracción filosófica.
La identidad (y su colaborador necesario, la diferencia) proporciona una orientación retrograda a la perfectibilidad humana y la desliga de la agencia; pero la inquietud que produce el carácter siniestro de la modernidad, unida a la desorientación que provoca el capitalismo postfordista (cfr. Mentalidad burguesa) alienta la nostalgia de certezas sustanciales. Del mismo modo que utilizamos contradicciones en los términos como la del “desarrollo sostenible” para edulcorar un concepto a todas luces insostenible, creamos oxímoros como el de “identidades múltiples” o “variables” para revitalizar un concepto infame que no sólo late detrás de la inmensa mayoría de los asesinatos masivos y los procesos históricos de segregación sino que, además, encubre nuestra disposición a someternos a los atributos antes que comprometernos en la engorrosa tarea de imaginar para nosotros mismos una vida digna de ser vivida. Preferimos seguir hablando de identidad aún a sabiendas de la improcedencia del término, para evitar hablar de estilo, idiosincrasia, distinción, compromiso, ejemplo y, sobre todo, de la fuente de todo ello, de coherencia y responsabilidad.
En las últimas décadas, el uso del termino 'paisaje' ha sufrido tal inflacción que hoy se hace difícil saber qué queremos decir con él. En su deriva expansiva, ha arrastrado además a otros términos relacionados -paraje, lugar, país, espacio, ambiente, entorno...- con los que ha llegado a solaparse provocando un problema de indefinición que parece meramente filológico pero que, sin embargo, afecta a la conceptuación de nuestra ya de por sí tensa relación con el territorio. Por ello consideramos pertinente abrir un espacio para clarificar las relaciones entre arte, paisaje y territorio.
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